miércoles, 23 de febrero de 2011

El cisne blanco y el cisne negro, los clichés que son verdad y las caras de Nina y de Mathilda detrás de Natalie




“Tiene todos los clichés imaginables”, me dijo una amiga, sin saber que yo había visto la película. Como si le tirara a matar desde el principio, una ráfaga de balas, todas en el cuerpo de la víctima. Y la verdad que tenía razón. Y la verdad que luego de un par de días de pensarla lo único que se me ocurre es escribir sobre los clichés de Black Swan.

¿Cuáles serían los clichés? El profesor manipulador, las bailarinas como eternas amantes despechadas y descartables, la madre controladora que hace de su deseo el motor que controla la vida de su hija, la rival más suelta, más loca y más sexy que amenaza con quitarle su lugar (¡y que viene de San Francisco!, obvio, donde son todos más “libres”), el cuarto con ositos para dejar claro el tono de su vida sexual (y abrir la puerta para el morbo), las drogas como una llave hacia la liberación y los delirios oníricos en el descalabro hacia la locura.

Con todos esos clichés, que recién ahora recuerdo al escribir uno atrás del otro, ¿cómo hizo la película para generarme el nivel de tensión, de angustia y de perturbación que tuve en la última función del domingo en el cine Arteplex? Tal vez porque hasta algunos clichés son verdad, también tal vez porque la película también logra transformarse en una pequeña y precisa máquina manipuladora con nosotros, espectadores. La película más que repetir multiplica. ¿La madre es una precisa manipuladora? “Ok, la van a ver en todas sus formas”, parece decir el director y la dibuja con peinado de bailarina y cara de monstruo decadente, y la hace dibujar a su niña, y la hace aparecer como MOM en el teléfono y la hace llorar, y golpear, y la hace hacer todo todo el tiempo. No es lo mismo repetición que multiplicación, que desdoblamiento, que desencadenamiento. Cada escena es igual pero es distinta. Algo de eso es la locura.

Hay una escena que recuerdo especialmente. A Nina le dan el papel y la madre la espera en su casa. Tiene una torta para ella. Nina es flaquísima, cuerpo de bailarina clásica. Un par de escenas antes desayuna un pomelo, que le da su madre. En realidad medio pomelo. Ese día la madre decide que puede comer torta y Nina, obediente a su historia, lo rechaza. La madre se enoja, hace un pequeño papel de despechada, de maltratada, hace de la manipuladora que es, dando una vuelta mortal sobre su papel. Lleva la torta hasta la basura y le muestra que la va a tirar. Para que su hija le pida por favor que no lo haga, que va a comer un poco si ella quiere. Nina se angustia, le pide volver su relación al surco por el que avanza, esa huella en la que avanza virginal, bella y casi estrella. Y luego le da de comer en la boca. Eso es el horror. La cara de Nina en toda la película está atada a esa madre, a esa escena. Eso no es un cliché, o es uno que existe.

Donde empieza el talento de una persona, dónde empieza el deseo de una persona. ¿Es toda persona que práctica una disciplina desde niño una persona sobre la que se impuso el deseo de otra? ¿Es toda bailarina una persona que baila porque otra quiere? “Quiero la perfección”, dice Nina, en un deseo tan infantil e imposible como peligroso. La cara de la bailarina durante toda una película refleja una tensión y una angustia que mancha toda la historia. Nina es eso, cara de niña que no puede satisfacer el deseo de sus padres. No puede ni nunca podrá. Recordé a la Mathilda huérfana de Un perfecto asesino y a la actriz pequeña, prematura y genial de la película de Luc Besson. Miren esa cara, no la de Mathilda, la de Natalie Portman, vean la cara, no la de Nina, la de la actriz en ella. ¿Dónde está la actriz y dónde el personaje?

Algo debe morir para que nazca el cisne, algo debe morir para que el amor sea libre, cuenta la obra. En la locura de Nina esto se hace real, literal, se hace necesario en los hechos, se hace un vidrio, sangre, mutilación. Que sea parte de la locura no quiere decir que no sea parte de una metáfora verdadera. Nina debe tirarse al abismo al final de sus bailes, y teme, y al final lo hace. Y cae de espaldas en un colchón mullido y esponjoso. Ese colchón lo debe crear ella, ese colchón lo debe crea alguien cuando no se quedó encerrado en la locura. En la locura no hay colchón, solo hay abismo. Tirarse al abismo, imaginar también el colchón hasta hacerlo real.