El cine ha sido una nave de luces en la que he cargado sueños, fantasías e ilusiones. Siendo que esa nave se está hundiendo, lo que escriba pretende ser un salvavidas. Un rescate flotante que le tiro a mi nave. O tal vez la orquesta que no para de tocar. O las reflexiones crónicas sobre lo que quizás ya sean ruinas.
viernes, 4 de marzo de 2011
¿Los hombres libres o la búsqueda de la libertad?, ¿El amor o el dinero? ¿La política o el espectáculo?
La historia es sencilla, una estrella de la canción, también nominada al Oscar, está amenazada de muerte, parte de su entorno contrata a un guardaespaldas y nace el romance entre ellos. Al final la amenaza venía de su entorno y el contratado salva la vida de la estrella. La película es del 92, Kevin Costner está genial en su papel y Whitney Houston todavía era tan bella como fue alguna vez y su voz conmueve como no lo logró hacer nunca más. No hay tanto para decir sobre la historia, sí algunos detalles que había olvidado y me parecieron interesantes. En toda película en que ven otra película esto dice mucho sobre la intención del director, o del guion, o de los dos. Es un recurso trillado pero efectivo. Un atajo. En El Guardaespaldas los protagonistas van en plan cita a ver la película preferida de él: Yojimbo. A la salida él dice que la vio 62 veces y le muestra en una gran escena cuán peligrosa es su espada, aunque sea ella la que la empuña. En esta película de Akiro Kurosawa se cuenta la historia de Sanjuro, otrora Samurai que ante la caída del poder de estos guerreros y ya sin señor sale a defenderse y buscar una tarea solo, con su alma y su espada. ¿Un hombre libre? Sí, y también en busca de entender que es la libertad en un mundo nuevo y desconocido. Termina en un pueblo metiéndose en el conflicto entre dos bandos, haciendo su juego, profundizando el conflicto y en él rastreando la forma de su libertad. Sergio Leone casi que copió la historia y el conflicto para Por un puñado de dólares y lo puso a Eastwood emponchado en el lugar del samurái. Un acierto y un hallazgo pero por el que no pagó derechos de autor. Picardía italiana. Lo interesante es que la aparición de este “samurái libre” está vinculado a cambios políticos en el Japón de la segunda mitad del siglo XIX. El viejo orden nipón se desarmaba y algunas partes quedaban sueltas. En esto se vincula con El guardaespaldas, mucho más allá del juego de Frank (Costner ) con la espada y su fanatismo por la película. Él trabajó para el servicio secreto norteamericano y cuidó a dos presidentes, Carter y Reagan. No son dos cualquiera, son dos entre los que también hubo un cambio político importante. Justo el día que no estuvo atentaron contra Reagan, algo que pesa en su conciencia. Reagan igual se salvó, e hizo lo que hizo, y fue quien fue. Cuando vuelve a ver a sus ex compañeros de trabajo, los que aún cuidan a figuras del gobierno, ellos le preguntan cuánto es que gana, con cierto brillo en sus ojos, tentados con el dinero que hay en la actividad privada. Antes de aceptar el trabajo, Frank Farmer dice que él no cuida estrellas del espectáculo, aunque cuando le suben de 2000 a 3000 dólares por semana acepta. Su ex compañero de trabajo al despedirlo en el hall del edificio gubernamental en el que trabaja le dice: “es que el mundo cambió, la política y el mundo del espectáculo ya son el mismo”. Frank no cambia de escenario de trabajo, es el mundo que cambió, y pasó a ser un gran escenario. Para Sonju y para Frank un mundo se esfumó bajo sus pies, y apareció otro en su lugar. ¿Qué es la libertad en este mundo nuevo? ¿Qué es ser libre? Frank le dice a su protegida que su trabajo es morir por ella si es necesario, y ni pestañea, con el honor licuado en el cambio de trabajo, ¿qué valor tiene el trabajo, qué valor tiene la vida, qué valor tiene la muerte? ¿Se mide en la negociación del salario? Al final de la película el guardaespaldas pone el cuerpo para salvar a su clienta, el que intenta matarla es un igual a él, ex agente del servicio secreto norteamericano, otro samurái que quedó libre y solo se puso del otro lado, tentado también por la paga. Total, qué importa para quién se trabaja, lo que importa es la libertad de elegir. Y el final el cierre corona la historia y la parábola, jugueteando con la escena del avión en Casablanca. Ella se sube al avión, él se queda, la despide, impávido, el avión parte y en el exacto momento en que él desaparece de la mirada de ella, ella hace detener el avión, se baja y lo besa. Y se besan. La canción, en la voz de Whitney en ese momento dice “I will allways love you”, varias veces, como un mantra. El beso termina, ella se vuelve a subir. “So goodbye, please don´t cry, we both know, I´m not what you need” se escucha de fondo, y vuelve el fantasma de Casablanca, la despedida. No van a estar juntos, o sí, van a estar siempre juntos, las estrellas, el espectáculo y los antiguos guardianes del honor. Él cuidará de quien deba cuidar, ya es un hombre libre, ya saltó del lugar del patriotismo y el honor. Ahora será por dinero, será por amor, será parte de una elección, será buscando saber qué significa elegir, qué es eso que llaman libertad.
martes, 1 de marzo de 2011
El peleador, el ganador, los spoilers, una madre y algunas lecciones de boxeo
“El ganador” la titularon para el estreno en Argentina, para que no se confunda con las dos El luchador anteriores. Su nombre original en inglés es The fighter, que no solo es el verdadero sino el que hace justicia con el protagonista de la película. En el boxeo se suele hablar de tipos que son luchadores, puede ser que no sean muy talentosos, pero que tienen un vigor y un coraje que les da un valor extra. Que le cambien el título puede quitarle algo de intriga a la película, en realidad toda, para los que buscan en el final el momento culmine de la historia. No es un luchador, es un ganador. Ya te cuentan el final. Eso sí que es un spoiler, no las estupideces reflexivas que escribo en estos post y en las que, tratar de ser claro, incluyo partes de la película.
Los dos hermanos de la película son boxeadores, aunque uno sea más un luchador, el menor, sobrio y efectivo Mark Walhberg, y el otro, Christian Bale, muestre en las repeticiones que se ven de la película con Sugar Ray Leonard y en los gestos que hace, ya ido, ya roto, ya tomado por el crack, en la calle y emulando su estilo pasado y extinto que es uno de esos tipos que en ring boxean. “Boxealo” se suele decir para pedirle a un boxeador que salga a desplegar su técnica, a mostrar el repertorio de golpes, a desenvolver en el ring todo eso que un boxeador completo internalizó en miles de horas de entrenamiento. Siguiendo al protagonista fantasma de esta historia, Sugar Ray Leonard solía boxear a sus oponentes, Mano de Piedra Duran, uno de sus adversarios más famosos era un luchador. Cuando se enfrentaron el panameño logró demostrar que en Sugar Ray había también un luchador además de un bailarín juguetón y estilista.
“Debe ser de esas típicas películas” me dijo un amigo, y creo que quiso decir que El ganador es una película sobre un tipo que al final gana. Y que porque gana todos nos emocionamos porque al fin gana uno de esos que queremos que gane. Bueno, sí, sino no le hubieran puesto El ganador, sino es probable que nunca hubiera llegado a Hollywood. De cualquier manera no es este el tema más importante de la película, la historia es real y con solo googlear el nombre del protagonista ya se puede saber el resultado de todas sus peleas. Mucho más interesante que estos resultados es la relación entre los hermanos, el fresco del Estados Unidos profundo que hace la película y esa familia, ese padre, esas hermanas, esa novia y esa madre. Especialmente esa madre. Un anuncio de la película podría decir “si la madre de El cisne negro no te dio miedo, esta lo va a lograr”. Una y otra son dos formas distintas del terror, del control, del dominio, de la manipulación. Dos caras de la misma moneda. Deberían haber ganado el Oscar ambas actrices, subir interpretando a sus personajes, e irse de la mano por la alfombra roja.
A veces me pasa que quiero ver cierta escena de una película, en general son escenas de películas viejas. Caso emblemático, la de Casablanca en que cantan La Marsellesa. No es difícil, es una escena hermosa e histórica y la película tiene casi 60 años. A muchos le debe gustar, muchos la deben haber subido. Más difícil es cuando la película es reciente. Cuando vi la película me impactó una pequeña escena, en la que la madre y el personaje de Christian Bale cantan una canción que me gusta mucho: I started a Joke. Pensé en escribir sobre esa escena, solo sobre ese momento de la película. Escribí en youtube “The fighter I started a joke” con la esperanza que algún demente haya recortado la escena. Esa persona existe, alguien que la recortó y la subió. Es de Portugal y es el único video que subió. Creo que no hay ninguna otra escena de la película subida. Esta bueno cuando estas cosas pasan, sentirse unido en la web con gente que recorta una misma escena, que siente que en ese pedacito de película hay algo especial. Que ahí pasó algo.
En el video de la versión de I started a Joke de NIN, el video por el cual conocí la canción, un hombre extraño, elegante y con cierto amaneramiento (mírenle las manos, ese baile íntimo), sube a un karaoke y canta la canción interpretada por Mike Patton. Dos mujeres se fascinan con su performance y empieza a desnudarse la vulgaridad y ordinariez de los hombres que las acompañan. Al menos esto siempre vi en el video. En la escena en que aparece esta canción en The fighter, Dicky Eklund (Bale) viene de escaparse de la casa donde fuma crack, salta por la ventana y cae sobre unas bolsas de basura. La madre lo espera al lado de la basura, sabe de dónde viene, sabe que hace ahí, pero decide una vez más ignorarlo, hacer como que no pasa nada. Casi llora, evita mirarlo, y sube a su auto. Él, como un regalo, con un gesto en la cara de niño que se portó mal, con una vergüenza que parece apenas conmoverlo comienza a cantar su canción: I started a joke. “I started a joke, wich started the whole world crying / but I didn´t see that the joke was on me / I started to cry, wich started the whole world laughing / Oh, if I´d only seen that the joke was on me (y ahora se le suma la madre) I look at the skies, running my hands over my eyes / and I fell out of bed, hurting my head from things that I´d said”. La canción es de él, la canción es de ella. Una canción de cuna, cantada en susurros, cantada para dormir esas cosas que ambos quieren dormir, para que todo parezca mentira, para que todo sea un sueño. En esa escena no solo está parte de lo mejor de la película, ese corazón que tienen las buenas películas y no destruye ningún spoiler.
Como el título ya cuenta el final de la película no revelo nada si digo que al final Micky Ward (Wahlberg) gana su pelea más importante. Más interesante es ver bien esa última escena, los que festejan, los que suben al ring, la madre y la novia y sus besos, los gestos de cada uno. Todo lo que hay en un triunfo, el esqueleto que se puede adivinar detrás de todos los golpes. Un profesor de boxeo que tuve durante un par de años me explicó en las primeras clases: “en el boxeo primero hay que aprender a pararse, después a dar unos pasos, después a caminar para atrás y para adelante, después hacia los costados, después a defenderse y recién después a tirar golpes”. Siempre pensé que así es la vida. Y que a veces, en la vida, parece que uno está arriba de un ring. Y que, como en The fighter, a veces se te suben todos arriba del ring, y ahí es donde hay que tener los ojos bien abiertos y tener resto físico para caminar, para defenderse, para tirar los golpes necesarios. Micky decide reinventarse, tenerlos a todos cerca del ring, verles las caras y desde ahí pelear. Elige ser un luchador, como su hermano eligió boxear siempre una misma pelea en el recuerdo. No es importante quien gana la pelea, Micky perdió muchas y gano otras tantas, él es un luchador, y eso tiene que ver con una elección y un camino. Una elección para la que el final es un dato menor.
miércoles, 23 de febrero de 2011
El cisne blanco y el cisne negro, los clichés que son verdad y las caras de Nina y de Mathilda detrás de Natalie
“Tiene todos los clichés imaginables”, me dijo una amiga, sin saber que yo había visto la película. Como si le tirara a matar desde el principio, una ráfaga de balas, todas en el cuerpo de la víctima. Y la verdad que tenía razón. Y la verdad que luego de un par de días de pensarla lo único que se me ocurre es escribir sobre los clichés de Black Swan.
¿Cuáles serían los clichés? El profesor manipulador, las bailarinas como eternas amantes despechadas y descartables, la madre controladora que hace de su deseo el motor que controla la vida de su hija, la rival más suelta, más loca y más sexy que amenaza con quitarle su lugar (¡y que viene de San Francisco!, obvio, donde son todos más “libres”), el cuarto con ositos para dejar claro el tono de su vida sexual (y abrir la puerta para el morbo), las drogas como una llave hacia la liberación y los delirios oníricos en el descalabro hacia la locura.
Con todos esos clichés, que recién ahora recuerdo al escribir uno atrás del otro, ¿cómo hizo la película para generarme el nivel de tensión, de angustia y de perturbación que tuve en la última función del domingo en el cine Arteplex? Tal vez porque hasta algunos clichés son verdad, también tal vez porque la película también logra transformarse en una pequeña y precisa máquina manipuladora con nosotros, espectadores. La película más que repetir multiplica. ¿La madre es una precisa manipuladora? “Ok, la van a ver en todas sus formas”, parece decir el director y la dibuja con peinado de bailarina y cara de monstruo decadente, y la hace dibujar a su niña, y la hace aparecer como MOM en el teléfono y la hace llorar, y golpear, y la hace hacer todo todo el tiempo. No es lo mismo repetición que multiplicación, que desdoblamiento, que desencadenamiento. Cada escena es igual pero es distinta. Algo de eso es la locura.
Hay una escena que recuerdo especialmente. A Nina le dan el papel y la madre la espera en su casa. Tiene una torta para ella. Nina es flaquísima, cuerpo de bailarina clásica. Un par de escenas antes desayuna un pomelo, que le da su madre. En realidad medio pomelo. Ese día la madre decide que puede comer torta y Nina, obediente a su historia, lo rechaza. La madre se enoja, hace un pequeño papel de despechada, de maltratada, hace de la manipuladora que es, dando una vuelta mortal sobre su papel. Lleva la torta hasta la basura y le muestra que la va a tirar. Para que su hija le pida por favor que no lo haga, que va a comer un poco si ella quiere. Nina se angustia, le pide volver su relación al surco por el que avanza, esa huella en la que avanza virginal, bella y casi estrella. Y luego le da de comer en la boca. Eso es el horror. La cara de Nina en toda la película está atada a esa madre, a esa escena. Eso no es un cliché, o es uno que existe.
Donde empieza el talento de una persona, dónde empieza el deseo de una persona. ¿Es toda persona que práctica una disciplina desde niño una persona sobre la que se impuso el deseo de otra? ¿Es toda bailarina una persona que baila porque otra quiere? “Quiero la perfección”, dice Nina, en un deseo tan infantil e imposible como peligroso. La cara de la bailarina durante toda una película refleja una tensión y una angustia que mancha toda la historia. Nina es eso, cara de niña que no puede satisfacer el deseo de sus padres. No puede ni nunca podrá. Recordé a la Mathilda huérfana de Un perfecto asesino y a la actriz pequeña, prematura y genial de la película de Luc Besson. Miren esa cara, no la de Mathilda, la de Natalie Portman, vean la cara, no la de Nina, la de la actriz en ella. ¿Dónde está la actriz y dónde el personaje?
Algo debe morir para que nazca el cisne, algo debe morir para que el amor sea libre, cuenta la obra. En la locura de Nina esto se hace real, literal, se hace necesario en los hechos, se hace un vidrio, sangre, mutilación. Que sea parte de la locura no quiere decir que no sea parte de una metáfora verdadera. Nina debe tirarse al abismo al final de sus bailes, y teme, y al final lo hace. Y cae de espaldas en un colchón mullido y esponjoso. Ese colchón lo debe crear ella, ese colchón lo debe crea alguien cuando no se quedó encerrado en la locura. En la locura no hay colchón, solo hay abismo. Tirarse al abismo, imaginar también el colchón hasta hacerlo real.
martes, 11 de enero de 2011
5 reflexiones sobre la soledad, el tiempo y la vida de las estrellas entre Tokio y el Hotel Marmont
(como en casi todos los post, estas reflexiones cuentan cosas de la película. Se recomienda ir al cine antes de ponerse a leer)
La película se sitúa en el hotel Marmont de Los Ángeles, donde vive Johnny y por cuyas habitaciones ha pasado y pasa mucho de las vidas públicas y secretas de celebridades de la envergadura de Vivian Leigh, John Belushi o James Dean. Puede parecer que la elección de este hotel sirve para construir una película con una mirada crítica sobre las vidas en la cima de la fama. Hay toda una mitología sobre las crisis, el vacio y la destrucción de las estrellas de Hollywood. Sin embargo Sofia va más allá y lleva el derrotero de la vida de Johnny a una rutina tan variada como pasmosa que termina por hacer de las marcas de la fama, esos lugares, los viajes, el valor de los objetos una pura excusa. Allí donde dos mellizas bailan en un caño a los pies de la cama podría haber cualquier mujer (no es lo mismo pero es igual), las cervezas de distintas marcas que bebe todo el tiempo podrían ser de una sola marca y nacional, la hija podría estar patinando sobre hielo o en una plaza de un barrio de Buenos Aires, no es tan importante esto como sí que la película logra que las preguntas de Johnny sobre su vida, las que él se termina haciendo y respondiendo entre lágrimas, y las que uno se hace luego del final sean parte de un mundo común.
En la primer escena una Ferrari da vueltas a un circuito, se la ve pasar cerca, luego lejos y todo el tiempo se escucha el hermoso y atronador sonido del motor. Cuando la ví, la toma parecía levemente desfasada, recortando la mitad inferior del auto italiano, escondiendo parte del suelo del circuito. Mientras el auto daba una y otra vuelta, y finalmente al detenerse y resaltar el cuadro extraño pensé: “por qué habrá recortado la Ferrari, donde ha intentado poner un límite a la imagen del auto, de su conductor, que habrá querido dejar fuera en esa toma”. Sofia debe hacer esto por algo, pensé, mientras recordaba el cuidado de las imágenes, las postales precisas, a veces cómicas, extrañas, perturbadoras o románticas de la hija de Francis. En ese momento la imagen se movió, dejando claro que era un error del proyector, quien había echado a perder el encuadre que había pensado y filmado Sofia y al mismo tiempo me había mostrado cuánto uno condiciona una película por las experiencias anteriores. Toda expectativa esconde el error, una trampa y una certeza: nada se ve nunca por primera vez.
Cleo (Elle Fanning) cocina un desayuno maravilloso (¿eggs benedictine?) para compartir con su padre. Es el final de sus días juntos, obligados por la ausencia de su madre, el tiempo que les permitió conocerse. Vuelan en helicóptero para que ella llegue a tiempo a su campamento. Se despiden. Él, a la distancia, le pide perdón por haber perdido tanto tiempo, por sentir que ella es para él una desconocida. Que no estuvo para ver cómo fue que, entre otras cosas, ella aprendió a hacer algo tan rico en una cocina cualquiera, en la misma en que él solo sabe hacer unos fideos (sin siquiera saber calcular cuántos spaghettis tirar al agua hirviendo para cocinar una porción). El ruido del helicóptero impide que ella escuche lo que él le dice. Mientras en Perdidos en Tokio Sofia impedía cariñosamente y respetando a los personajes creados que sepamos las últimas palabras entre Bob y Charlotte, en esta escena las palabras se pierden sólo para la niña. Cuando querés decir algo y dejaste pasar mucho tiempo, es posible que el ruido del mundo que creaste tape lo que descubriste que tenés para decir.
A Johnny Marco (Stephen Dorff) lo llevan a hacerse una máscara para una película. Tres hombres lo rodean y le llenan la cara de una goma blanca, que apenas le deja abierto unos orificios para que respire por la nariz. La noche posterior a ver la película, en mi casa, sólo, volví a pensar en esta escena, en la que la película se detiene unos segundos mientras la cámara se va acercando muy lentamente a esa cara cubierta. Y pensé que la soledad es a veces como una máscara blanca y pegajosa que te devuelve la exacta forma de tu rostro, congelando la mínima expresión de tus gestos. Cuando le terminan la máscara, cuando esta se fija por el paso del tiempo, la imagen que le devuelve el espejo es la de la su posible vejez. El tiempo, su forma, el futuro. Esa imagen que nadie quiere ver.
Como en Perdidos en Tokio, Sofia crea escenas de una belleza extraña, a veces sutil, otras cómicas, a veces perturbadoras. La niña patinando y bailando, las gemelas en el caño mientras Johnny las mira con un Chateau Petrus en la mesa de luz, el chicle de una de las bailarinas que ocupa el lugar de un beso imposible y falaz, la pileta y el sol como la sábana que entibia el encuentro de padre e hija, So Lonely de The Police entre padre e hija en el Guitar Hero, todos los gustos de helado en la cama mirando Friends doblado al italiano, la versión insólita y bella de Teddy Bear, la despedida tapada por el motor de un helicóptero. Entre una y otra película parece haberse perdido el encanto de Bill Murray para generar la energía que daba espesor y cierta agilidad cómica a Lost in Translation. Se mantiene cierta tristeza, una mirada melancólica sobre todo eso que se pierde y uno descubre que está perdido cuando ya es demasiado tarde. Sea el momento en que la hija aprendió a cocinar o cuando la vida se transformó en una discusión en la que es importante el color de una alfombra.
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