martes, 11 de enero de 2011

5 reflexiones sobre la soledad, el tiempo y la vida de las estrellas entre Tokio y el Hotel Marmont



(como en casi todos los post, estas reflexiones cuentan cosas de la película. Se recomienda ir al cine antes de ponerse a leer)


La película se sitúa en el hotel Marmont de Los Ángeles, donde vive Johnny y por cuyas habitaciones ha pasado y pasa mucho de las vidas públicas y secretas de celebridades de la envergadura de Vivian Leigh, John Belushi o James Dean. Puede parecer que la elección de este hotel sirve para construir una película con una mirada crítica sobre las vidas en la cima de la fama. Hay toda una mitología sobre las crisis, el vacio y la destrucción de las estrellas de Hollywood. Sin embargo Sofia va más allá y lleva el derrotero de la vida de Johnny a una rutina tan variada como pasmosa que termina por hacer de las marcas de la fama, esos lugares, los viajes, el valor de los objetos una pura excusa. Allí donde dos mellizas bailan en un caño a los pies de la cama podría haber cualquier mujer (no es lo mismo pero es igual), las cervezas de distintas marcas que bebe todo el tiempo podrían ser de una sola marca y nacional, la hija podría estar patinando sobre hielo o en una plaza de un barrio de Buenos Aires, no es tan importante esto como sí que la película logra que las preguntas de Johnny sobre su vida, las que él se termina haciendo y respondiendo entre lágrimas, y las que uno se hace luego del final sean parte de un mundo común.

En la primer escena una Ferrari da vueltas a un circuito, se la ve pasar cerca, luego lejos y todo el tiempo se escucha el hermoso y atronador sonido del motor. Cuando la ví, la toma parecía levemente desfasada, recortando la mitad inferior del auto italiano, escondiendo parte del suelo del circuito. Mientras el auto daba una y otra vuelta, y finalmente al detenerse y resaltar el cuadro extraño pensé: “por qué habrá recortado la Ferrari, donde ha intentado poner un límite a la imagen del auto, de su conductor, que habrá querido dejar fuera en esa toma”. Sofia debe hacer esto por algo, pensé, mientras recordaba el cuidado de las imágenes, las postales precisas, a veces cómicas, extrañas, perturbadoras o románticas de la hija de Francis. En ese momento la imagen se movió, dejando claro que era un error del proyector, quien había echado a perder el encuadre que había pensado y filmado Sofia y al mismo tiempo me había mostrado cuánto uno condiciona una película por las experiencias anteriores. Toda expectativa esconde el error, una trampa y una certeza: nada se ve nunca por primera vez.

Cleo (Elle Fanning) cocina un desayuno maravilloso (¿eggs benedictine?) para compartir con su padre. Es el final de sus días juntos, obligados por la ausencia de su madre, el tiempo que les permitió conocerse. Vuelan en helicóptero para que ella llegue a tiempo a su campamento. Se despiden. Él, a la distancia, le pide perdón por haber perdido tanto tiempo, por sentir que ella es para él una desconocida. Que no estuvo para ver cómo fue que, entre otras cosas, ella aprendió a hacer algo tan rico en una cocina cualquiera, en la misma en que él solo sabe hacer unos fideos (sin siquiera saber calcular cuántos spaghettis tirar al agua hirviendo para cocinar una porción). El ruido del helicóptero impide que ella escuche lo que él le dice. Mientras en Perdidos en Tokio Sofia impedía cariñosamente y respetando a los personajes creados que sepamos las últimas palabras entre Bob y Charlotte, en esta escena las palabras se pierden sólo para la niña. Cuando querés decir algo y dejaste pasar mucho tiempo, es posible que el ruido del mundo que creaste tape lo que descubriste que tenés para decir.

A Johnny Marco (Stephen Dorff) lo llevan a hacerse una máscara para una película. Tres hombres lo rodean y le llenan la cara de una goma blanca, que apenas le deja abierto unos orificios para que respire por la nariz. La noche posterior a ver la película, en mi casa, sólo, volví a pensar en esta escena, en la que la película se detiene unos segundos mientras la cámara se va acercando muy lentamente a esa cara cubierta. Y pensé que la soledad es a veces como una máscara blanca y pegajosa que te devuelve la exacta forma de tu rostro, congelando la mínima expresión de tus gestos. Cuando le terminan la máscara, cuando esta se fija por el paso del tiempo, la imagen que le devuelve el espejo es la de la su posible vejez. El tiempo, su forma, el futuro. Esa imagen que nadie quiere ver.

Como en Perdidos en Tokio, Sofia crea escenas de una belleza extraña, a veces sutil, otras cómicas, a veces perturbadoras. La niña patinando y bailando, las gemelas en el caño mientras Johnny las mira con un Chateau Petrus en la mesa de luz, el chicle de una de las bailarinas que ocupa el lugar de un beso imposible y falaz, la pileta y el sol como la sábana que entibia el encuentro de padre e hija, So Lonely de The Police entre padre e hija en el Guitar Hero, todos los gustos de helado en la cama mirando Friends doblado al italiano, la versión insólita y bella de Teddy Bear, la despedida tapada por el motor de un helicóptero. Entre una y otra película parece haberse perdido el encanto de Bill Murray para generar la energía que daba espesor y cierta agilidad cómica a Lost in Translation. Se mantiene cierta tristeza, una mirada melancólica sobre todo eso que se pierde y uno descubre que está perdido cuando ya es demasiado tarde. Sea el momento en que la hija aprendió a cocinar o cuando la vida se transformó en una discusión en la que es importante el color de una alfombra.

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